Amo Roma por muchos motivos, uno de ellos es que suele regalarme simpáticas anécdotas para días señalados. Ya referí una en este blog el 1 del 1 de 2010, en relación con la amabilidad de un bulldog versus la antipatía de su dueño, estanquero para más señas. La que ahora relato tuvo lugar el mismo día de Navidad.
11 de la mañana. Salgo a dar un paseo de despedida y a saludar a uno de mis orgasmos místicos favoritos: la beata Ludovica Albertoni de Bernini en la iglesia de San Francesco a Ripa. Al entrar, me encuentro que están restaurando el templo y lo que antes era un recorrido discreto por un lateral de la nave hasta llegar a la imagen, te obliga ahora a atravesar el pasillo central siendo blanco de las miradas de toda una parroquia entregada al agradecimiento celestial de tan señalado día, que, además, este año ha caído en domingo. Ludovica, pues, en estos momentos, no se puede ver con la nitidez y cercanía a la que me tenía acostumbrada. Penita, eh. Y nada de fotos, así que compro una postal y me entretengo leyendo su historia en el panel turístico situado a tal efecto junto a la ventana de visión. En esto que una piadosa joven agarra el micrófono, anuncia la ceremonia y se arranca a cantar el Adeste fideles (desafinando un poco, cabe destacar). Y a ritmo de Venite adoremus, venite adoremus aparecen el cura y el monaguillo de turno, la feligresía se pone en pie, hacen la señal de la cruz y yo en un lateral, también de pie sin atreverme a salir ya que para abandonar la iglesia tenía que plantarme ante el cura y recorrer otra vez el pasillo central dando la espalda al altar, lo cual es irreverente y feo. Una puede ser agnóstica, pero respeta todas las religiones incluso la que tanto nos ha violentado. En definitiva, que tuve que tragarme la misa entera, de pie, con abrigo plumón, gorra y gafas de sol, ya que son graduadas y si me las quito podría perderme algo interesante. Para acabarlo de adornar, al salir pisé una caquita de can romano y la marronuzca masa blanda se me quedó incrustada entre las rendijas de las botas. Lo mío me costó limpiarlas. ¡Qué asquito de Fiestas!
Otra de estas aventuras también tuvo ocasión el mismo día de Navidad del año 2007, como para rematarlo después de haber pasado lo que todo el mundo sabe que pasé. Se me ocurrió (y lo cuento para advertiros que no lo hagáis nunca jamás) llegar justo a la hora de la pantagruélica comida sin saber que en esa santa ciudad, ese santo día no funciona nada entre las 13 y las 16 horas: ni autobuses ni tranvía ni taxis ni metro, que apenas hay ya que tanto arte en el subsuelo no permite que se construya (recordad la impactante escena de Roma de Fellini cuando, excavando un túnel topan con los frescos de una camera vuota). Como es de imaginar, yo ni lo sabía ni podía imaginarlo. Para mayor desgracia, mi móvil, un Nokia con tendencia a la depresión, va y se me suicida nada más llegar al aeropuerto. El resto es –esta vez sí- fácilmente imaginable. La aventura concluyó con un resfriado descomunal. Pero, como dice el romance, tras de tiempos vienen tiempos y nadie nos priva de lo bonito que es ahora relatarlo.
Os deseo a todas un año lleno de simpáticas anécdotas que vivir y contar además del habitual amor, paz, prosperidad y demás entelequias.
Feliz 2012