miércoles, 14 de noviembre de 2012

De Nua en los altares

Llegó a mis brazos con apenas un mes y medio. Era una bolita rubia, descarada y rebelde, la primera de siete en salir del nido materno y no por elección mía sino suya. Inteligente, dominante, tozuda y dulce hasta la exageración, protagonizó dos anécdotas memorables. Ahí va la primera:
Vivíamos en una casa de dos plantas con salida al parking desde la de arriba. Nua llevaba unos días lloriqueando por culpa de los llamados "embarazos psicológicos". Yo, en aquella época, tenía mi vida organizada al milímetro: me levantaba a las 7'30, desayunaba, me duchaba; entre tanto, hervía la verdura de la noche (siempre he dicho que la prueba irrefutable de que las personas homosexuales somos normales es que cenamos verdurita), sacaba a Nua de 8 a 8'30h y me iba a trabajar. Un día se me ocurrió cenar una sopa, por aquello de variar o porque hacía frío —vete a saber—; hay costumbres que no deben cambiarse porque si lo haces pasan cosas, aunque puede que estas sean buenas e, incluso, que te enseñen algo. Calculé el tiempo. Si ponía a hervir el caldo nada más levantarme y lo apagaba justo antes de irme, habría cocido lo suficiente y con todo el día para reposar, por la noche estaría delicioso. Así lo hice y todo iba perfecto, pero justo en el momento de dirigirme a la cocina para apagar el fuego, llamaron al teléfono. La conversación me despistó, colgué y me fui al parking. Desde dentro del coche y con la llave de contacto puesta, oí los aullidos de Nua. No era un lamento habitual sino un alarido desgarrador que solo había manifestado en una ocasión anterior por culpa de una gastroenteritis que casi se la lleva (era tan carroñera que comió mierda auténtica y a punto estuvo de palmarla). Pensé, en un principio, que cada vez afinaba más sus estrategias para romperme el corazón y obtener sus deseos, por lo que decidí no hacerle caso, giré la llave de contacto y el motor rugió ansioso por llevarme al centro de trabajo, pero pronto me di cuenta de que estaba dando voces de alarma y, de repente, me vino a la cabeza aquello famoso de ¿he apagado el fuego?. Desconecté, de inmediato, el motor, entré en casa y la encontré en la puerta de la cocina, el fuego al mínimo, encendido, por supuesto, y ella con cara de "no quiero quedarme sin cena";  el día que hacía caldo siempre le caía algo de pollo y verduras. Y, de haberme ido, las habría encontrado carbonizadas, en el mejor de los casos puesto que no llegaba a casa antes de las 6 de la tarde. 
Así era ella.

La frase del día: Tants records de tu se m'acumulen, que ni deixen espai a la tristesa.
Siempre Martí i Pol

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